Memorias de una gallina

Memorias de una gallina

domingo, 6 de octubre de 2019

Camila y su pequeño amigo


María Fajardo Torres

Camila dulce como algodón de azúcar inundaba la casa con su alegría y travesuras. Su cerquillo parecía una cortina que casi escondía sus ojos cafés. Con tan solo siete años, va dejando huella por donde pasa: una mano en la pared, un dibujo con crayola en la cocina, rayas hechas con lápiz decoraban los muros de su cuarto.

Una noche en que Camila no tenía sueño, empezó a recorrer su casa. Sintió hambre y fue a la cocina. Abrió  un cajón, no encontró lo que quería. Intentó varias veces, finalmente desistió. Empezó a dar saltos para irse a su habitación. De repente, escuchó un ruido, pensó será mi imaginación. Después le pareció oír una vocecita: ven, acompáñame. Sintió un frío en todo su cuerpo. Pero, como era curiosa, se acercó más y más.  La voz provenía del jardín.

-¿Quién eres? –dijo asombrada.

-Soy un duende castigado a vivir en este lugar.

-¿Cómo te puedo ayudar? –preguntó con preocupación- Camila.

-Lo único que quiero es tu amistad. Vivo solo aquí y quisiera compañía.

Entonces, ¡vamos a jugar!

-¿Qué te gustaría hacer?

-Quiero ser una princesa con alas.

-Está bien.

-No me alcanzas. Vuelo más que una mariposa y que el periquito de mi vecino.

-¡Uy! casi me como una mosca.

-Ja, ja, ja. Eres divertida. Me matas de risa.

-No, no te mates, me gusta tu compañía.

-No temas, no puedo irme. Solo puedo estar aquí.

-¿Por qué?

-He recibido un castigo por mis maldades.

-¿Qué pasó?

-Nunca entendí porque nací distinto a los demás duendes. Todos me miraban, se burlaban y sufrí mucho. Mis padres me amaban y mis amigos me protegían. Pero una tarde fui al arroyo y comprendí su actitud. Todos eran de color verde y pequeños;  yo, gris y podía cambiar de tamaño.

Desde ese día me prometí que nadie se reiría de mí. Y elaboré muchos planes: escondía los frutos de los más pequeños, asustaba a las pequeñas duendes, engañaba a los mayores. Pero lo que colmo la paciencia de mi pueblo es que una noche me tomé un botellón de licor y me convertí en un ser gigante: destruí las chacras y muchas casas. Me desterraron y aquí estoy, cumpliendo cien años de condena.

-¿Tanto? –exclamó Camila.

-Sí, pero, ya se hace tarde, regresa a casa.

Camila  se despedía con la mano izquierda y a la par decía: Tengo un nuevo amigo, que vive cerca al higo, vamos a ser hermanos hasta los cien años.

El duende era como un pequeño hombrecito. Su aspecto era sufrido si se seguía el surco de las  arrugas de su rostro. Las cejas gruesas le daban un aspecto serio y renegón. Algunas veces, medía alrededor de un metro y otras, el tamaño de un insecto. Vestía un traje azul desteñido. Su chaqueta marrón había perdido todos sus botones y su pantalón ya le quedaba corto.

Por eso cada noche Camila bajaba despacito e iba  a la cocina. Allí se quedaba conversando, jugando con el duende. Ambos inventaban rimas, canciones:

Cuando abres el corazón

una luz te llena el alma

cuando hallas un amigo

tienes una gran razón

para amar y tener calma.

 

Si sientes frío o temor

sé fuerte como un león

ten fe, yo estoy contigo

sal pronto de tu prisión

yo te daré mi amor

Después, se dirigía a su cuarto, cansada y alegre de conocer a este pequeño ser.

El duende lucía pequeño como una hormiga cuando estaba triste y enojado; pero grande, juguetón como el mono de un libro que le enseñó su papá.

¿Si les cuento a mis amigos me creerán?, No, no el cargoso de Fabio se burlara de mí. No les digo nada.

Mañana debía ir muy temprano al colegio y no demoró en soñar.

Imagino que presentaba a su nuevo amigo a todos sus compañeros; reía, cantaba y en los  juegos de carrera se divertían. Y reparó: me olvidé preguntarle su nombre.

-Hola duende, ¿dónde estás?

-Ven, acompáñame.

- Mira esa flor ¿A qué no sabes su nombre?

-Sí, es un geranio.

-Y tú ¿cómo te llamas?

-Mi nombre es Demóstenes

-¿Qué?

-Un famoso orador de la antigüedad se llamaba así. Mi padre lo admiraba.

- ¡Ah!, yo me llamo Camila como mi abuela.

-Me voy amigo. Chau, Demos.

 Un día se durmió en la cocina y la encontró su mamá. Se disgustó con ella y desde ese momento vigiló su sueño. La visitaba en las noches y apagaba la luz. Antes le contaba historias:

Había una vez un niño que tenía un deseo. Él quería alcanzar las estrellas.

Por eso un día subió al lugar más alto del cerro donde vivía y cuando cerraba los ojos sentía que ellas lo iluminaban. Incluso la luna parecía jugar a las carreras.

Pero, un día amaneció con mucha fiebre. Su mamá no sabía qué hacer, sólo le oía decir: estrellas, luna. La mamá entonces recordó un poema, pero cambio la letra:

Luna, lunera, dale tu luz. Virgencita, ayúdame. Cobíjalo con amor.

Al día siguiente, el niño amaneció muy saludable quería saltar, jugar y recordó que su madre lo había acompañado hasta el amanecer. La abrazó y le dijo: Gracias mamá.

Esa noche mamá e hijo vieron la luna y les pareció verse reflejados en ella.

 

Transcurrió mucho tiempo, sin ver a su nuevo amigo.

¡Como lo extrañaba! ¡Qué noches largas y aburridas!

Demos, Demos,  todavía ¿somos amigos? –preguntaba al viento Camila-.

Dime amigo, ¿Tengo cien años de castigo?, ¿no me vas ayudar?

 

Para recordarlo enunciaba la frase:

Tengo un nuevo amigo, que vive cerca al higo, vamos a ser hermanos hasta los cien años. Luego se dibujaba junto a él y se ponía a llorar.

Hasta que una tarde de otoño, se enteró que sus padres debían asistir a una reunión que duraría muchas horas. Hizo como si se acostaba muy temprano. Cuando no hubo nadie salió al jardín. Llamó  con insistencia a su amigo. Nadie le respondía y se puso a llorar desconsolada.

Cuando se dirigía a su habitación, de pronto oyó risas. Abrió sus ojos como un búho y vio que desde la ventana lo observaba Demóstenes. Era su amigo y  ¡estaba libre!

-¿Cómo puede ser? -preguntó Camila.

-Tú me dijiste que no podías alejarte del jardín.

-Sucede que acabó mi condena. Al conocerte, aprendí a valorar a la gente. Al dejar de verte, sufrí mucho. Parecía un loco. Empecé  a recordar a  mi familia y amigos. Prometí cambiar. En ese momento, el castigo desapareció.

-¡Soy libre y me acepto como soy! Volví para decirte gracias.

-Yo también te extrañé. Ahora deseo que te vaya bien. Cuídate mucho.

Ambos se despidieron y prometieron encontrarse cada vez que necesitara compañía.

Cada otoño en el jardín se escuchaba a Camila entonar una canción:

Cuando abres el corazón

una luz te llena el alma

cuando hallas un amigo

tienes una gran razón

para amar y tener calma.

 

 

 

 

 

 

 

jueves, 8 de agosto de 2019

El vacamuchacho

En un lugar de la selva, vivía un niño al que no le gustaba asistir a clases, siempre mentía a su mamá y seguía a los demás niños que asistían a la escuela, pero hasta la mitad del camino. Luego, el niño se sentaba bajo un árbol a descansar, cerca a una ganadería y cuando llegaba la hora de la salida, se unía con los demás niños y regresaba a casa como si hubiera ido a estudiar, pero nunca realizaba tareas.

Un día, haciendo lo mismo de cada mañana, se quedó profundamente dormido. Pasaba por allí un señor o quizás era el dueño de la ganadería que viéndolo  dormido, se asustó y dijo:
-¡Tú niño!, ¿qué haces aquí? ¿por qué no vas a la escuela? ¿te estás haciendo la vaca?

El niño por el susto viendo a aquel señor, empezó a correr sin dirección, porque tenía miedo que le digan a su mamá. Mientras corría, le empezaron a salir plumas negras en todo el cuerpo, pico, patas hasta convertirse en un ave.

En la actualidad, en la selva es conocido con el nombre de vacamuchacho.




Recopilado por Jani Chujandama T.


Las emociones de un año que se va