
CAMILA Y SU PEQUEÑO AMIGO
María Fajardo Torres
Camila, dulce como algodón de azúcar, inundaba la casa con su alegría y travesuras. Su cerquillo parecía una cortina que casi escondía sus ojos cafés. Con solo siete años, dejaba huellas por donde iba: una mano en la pared, un dibujo con crayola en la cocina, unas rayas con lápiz decoraban los muros de su cuarto.
Una noche en que Camila no tenía sueño, empezó a recorrer su casa. Sintió hambre y fue a la cocina. Abrió un cajón, no encontró lo que quería. Intentó varias veces, finalmente desistió. comenzó a dar saltos para irse a su habitación. De repente, escuchó un ruido, pensó será mi imaginación. Después le pareció oír una vocecita: “ven, acompáñame”. Sintió un frío en todo su cuerpo. Curiosa, se acercó. La voz provenía del jardín.
-¿Quién eres? –dijo asombrada.
-Soy un duende castigado a vivir en este jardín.
-¿Cómo te puedo ayudar? –preguntó Camila con preocupación-.
-Lo único que quiero es tu amistad. Vivo solo y quisiera compañía.
-Bien, entonces, ¡vamos a jugar!
-¿Qué te gustaría hacer?
-Quiero ser una princesa con alas.
-Está bien.
Camila, transformada, empezó a volar.
-No me alcanzas. Vuelo más que una mariposa y que el periquito de mi vecino. ¡Uy! casi me como una mosca.
-Ja, ja, ja. Eres divertida. Me matas de risa –dijo el duende.
-No, no te mates, me gusta tu compañía.
-No temas, no puedo irme. Solo puedo estar aquí en el jardín.
-¿Por qué?
-He recibido un castigo por mis maldades.
-¿Qué pasó? –preguntó la niña.
-Nunca entendí porque nací distinto a los demás duendes. Sufrí mucho. Todos me miraban, se burlaban, a excepción de mis padres que me amaban y mis amigos que me protegían. Pero una tarde fui al arroyo y comprendí todo. Todos eran de color verde y pequeños; yo, gris y podía cambiar de tamaño.
Desde ese día me prometí que nadie se reiría de mí. Y elaboré muchos planes: escondía los frutos de los más pequeños, asustaba a las duendes recién nacidas, engañaba a los mayores. Pero lo que colmo la paciencia de mi pueblo es que una noche me tomé un botellón de licor y me convertí en un ser gigante: destruí las chacras y muchas casas. Me desterraron y aquí estoy. Cumpliendo cien años de condena.
-¿Tanto? –exclamó Camila.
-Sí, pero, ya se hace tarde para ti, te pueden estar buscando, regresa a casa.
Camila se despedía con la mano izquierda y a la par decía: Tengo un nuevo amigo, que vive cerca al higo, vamos a ser hermanos hasta los cien años.
El duende parecía un pequeño hombrecito. Su rostro arrugado como pasa, sus ojos negros, tristes. Unas cejas gruesas le daban un aspecto serio y renegón. Algunas veces, medía alrededor de un metro y otras, el tamaño de un insecto. Vestía un traje gris desteñido. Su chaqueta marrón había perdido todos sus botones y el pantalón ya le quedaba corto.
Cada noche Camila bajaba despacito e iba al jardín. Allí se quedaba conversando, jugando con el duende. Ambos inventaban rimas, canciones:
Cuando abres el corazón
una luz te llena el alma
cuando hallas un amigo
tienes una gran razón
para amar y tener calma.
Si sientes frío o temor
sé fuerte como un león
ten fe, yo estoy contigo
sal pronto de tu prisión
yo te daré mi amor
Después, ella se dirigía a su cuarto, cansada y alegre de ser amiga de este pequeño ser.
El duende lucía como una hormiga cuando estaba triste y enojado; pero grande, juguetón como el mono de un libro que le enseñó su papá al sentirse alegre.
¿Si les cuento a mis amigos me creerán?, No, no el cargoso de Fabio se burlara de mí. No les digo nada.
Al día siguiente debía ir muy temprano al colegio y no demoró en soñar.
Imagino que presentaba a su nuevo amigo a todos sus compañeros; reían, cantaban y en los juegos de carrera se divertían y reparó: me olvidé preguntarle su nombre.
-Hola duende, ¿dónde te escondes?
-Ven, acompáñame.
- Mira esa flor ¿A qué no sabes su nombre?
-Sí, es un geranio.
-Y tú ¿cómo te llamas?
-Mi nombre es Demóstenes
-¿Qué?
-Un famoso orador de la antigüedad se llamaba así. Mi padre lo admiraba.
- ¡Ah!, yo me llamo Camila como mi abuela.
-Me voy amigo. Chau, Demos.
Un día se durmió en el jardín y la encontró su mamá. Se disgustó con ella y desde ese momento vigiló su sueño. La visitaba en su dormitorio y apagaba la luz para que se durmiera. Antes le contaba historias:
“Había una vez un niño que tenía un deseo. Él quería alcanzar las estrellas”.
A pesar de los intentos de Camila transcurrió mucho tiempo, sin poder ver a su nuevo amigo.
¡Cómo lo extrañaba!, ¡Qué noches largas y aburridas!
Demos, Demos, todavía ¿somos amigos? –preguntaba al viento Camila-.
Dime amigo, ¿Tengo cien años de castigo?, ¿no me vas ayudar? –expresaba con emoción Camila-.
Para recordarlo enunciaba la frase:
Tengo un duende amigo, que vive cerca al higo, vamos a ser hermanos hasta los cien años. Luego se dibujaba junto a él y se ponía a llorar.
Hasta que una tarde de otoño, se enteró que sus padres debían asistir a una reunión que duraría muchas horas y se acostó muy temprano. Cuando se sintió segura, salió al jardín. Llamó con insistencia a su amigo. Pero, no le respondía su amigo y cansada Camila se puso a llorar desconsolada.
Cuando volvía a su habitación, de pronto escuchó risas. Abrió más sus ojos como un búho y vio que desde la ventana lo observaba Demóstenes, su amigo y ¡estaba libre!
-¡No puede ser! -exclamó Camila abriendo la boca-.Tú me dijiste que no podías alejarte del jardín.
-Sucede que acabó mi condena. Al conocerte, aprendí a valorar a mis semejantes, a los otros duendes. Al dejar de verte, sufrí mucho. Parecía un loco. Empecé a recordar y a buscar a mi familia y amigos. Les prometí cambiar y lo hice. En ese momento, el castigo desapareció.
-¡Ahora soy libre y me acepto gris como soy! Volví para decirte gracias.
-Yo también te extrañé. Ahora deseo que te vaya bien. Cuídate mucho.
Ambos se despidieron y prometieron encontrarse cada vez que necesitaran compañía.
A partir de cada otoño, en el jardín se escuchaba a Camila entonar una canción:
Cuando abres el corazón
una luz te llena el alma
cuando hallas un amigo
tienes una gran razón
para amar y tener calma.
María Fajardo Torres
Camila, dulce como algodón de azúcar, inundaba la casa con su alegría y travesuras. Su cerquillo parecía una cortina que casi escondía sus ojos cafés. Con solo siete años, dejaba huellas por donde iba: una mano en la pared, un dibujo con crayola en la cocina, unas rayas con lápiz decoraban los muros de su cuarto.
Una noche en que Camila no tenía sueño, empezó a recorrer su casa. Sintió hambre y fue a la cocina. Abrió un cajón, no encontró lo que quería. Intentó varias veces, finalmente desistió. comenzó a dar saltos para irse a su habitación. De repente, escuchó un ruido, pensó será mi imaginación. Después le pareció oír una vocecita: “ven, acompáñame”. Sintió un frío en todo su cuerpo. Curiosa, se acercó. La voz provenía del jardín.
-¿Quién eres? –dijo asombrada.
-Soy un duende castigado a vivir en este jardín.
-¿Cómo te puedo ayudar? –preguntó Camila con preocupación-.
-Lo único que quiero es tu amistad. Vivo solo y quisiera compañía.
-Bien, entonces, ¡vamos a jugar!
-¿Qué te gustaría hacer?
-Quiero ser una princesa con alas.
-Está bien.
Camila, transformada, empezó a volar.
-No me alcanzas. Vuelo más que una mariposa y que el periquito de mi vecino. ¡Uy! casi me como una mosca.
-Ja, ja, ja. Eres divertida. Me matas de risa –dijo el duende.
-No, no te mates, me gusta tu compañía.
-No temas, no puedo irme. Solo puedo estar aquí en el jardín.
-¿Por qué?
-He recibido un castigo por mis maldades.
-¿Qué pasó? –preguntó la niña.
-Nunca entendí porque nací distinto a los demás duendes. Sufrí mucho. Todos me miraban, se burlaban, a excepción de mis padres que me amaban y mis amigos que me protegían. Pero una tarde fui al arroyo y comprendí todo. Todos eran de color verde y pequeños; yo, gris y podía cambiar de tamaño.
Desde ese día me prometí que nadie se reiría de mí. Y elaboré muchos planes: escondía los frutos de los más pequeños, asustaba a las duendes recién nacidas, engañaba a los mayores. Pero lo que colmo la paciencia de mi pueblo es que una noche me tomé un botellón de licor y me convertí en un ser gigante: destruí las chacras y muchas casas. Me desterraron y aquí estoy. Cumpliendo cien años de condena.
-¿Tanto? –exclamó Camila.
-Sí, pero, ya se hace tarde para ti, te pueden estar buscando, regresa a casa.
Camila se despedía con la mano izquierda y a la par decía: Tengo un nuevo amigo, que vive cerca al higo, vamos a ser hermanos hasta los cien años.
El duende parecía un pequeño hombrecito. Su rostro arrugado como pasa, sus ojos negros, tristes. Unas cejas gruesas le daban un aspecto serio y renegón. Algunas veces, medía alrededor de un metro y otras, el tamaño de un insecto. Vestía un traje gris desteñido. Su chaqueta marrón había perdido todos sus botones y el pantalón ya le quedaba corto.
Cada noche Camila bajaba despacito e iba al jardín. Allí se quedaba conversando, jugando con el duende. Ambos inventaban rimas, canciones:
Cuando abres el corazón
una luz te llena el alma
cuando hallas un amigo
tienes una gran razón
para amar y tener calma.
Si sientes frío o temor
sé fuerte como un león
ten fe, yo estoy contigo
sal pronto de tu prisión
yo te daré mi amor
Después, ella se dirigía a su cuarto, cansada y alegre de ser amiga de este pequeño ser.
El duende lucía como una hormiga cuando estaba triste y enojado; pero grande, juguetón como el mono de un libro que le enseñó su papá al sentirse alegre.
¿Si les cuento a mis amigos me creerán?, No, no el cargoso de Fabio se burlara de mí. No les digo nada.
Al día siguiente debía ir muy temprano al colegio y no demoró en soñar.
Imagino que presentaba a su nuevo amigo a todos sus compañeros; reían, cantaban y en los juegos de carrera se divertían y reparó: me olvidé preguntarle su nombre.
-Hola duende, ¿dónde te escondes?
-Ven, acompáñame.
- Mira esa flor ¿A qué no sabes su nombre?
-Sí, es un geranio.
-Y tú ¿cómo te llamas?
-Mi nombre es Demóstenes
-¿Qué?
-Un famoso orador de la antigüedad se llamaba así. Mi padre lo admiraba.
- ¡Ah!, yo me llamo Camila como mi abuela.
-Me voy amigo. Chau, Demos.
Un día se durmió en el jardín y la encontró su mamá. Se disgustó con ella y desde ese momento vigiló su sueño. La visitaba en su dormitorio y apagaba la luz para que se durmiera. Antes le contaba historias:
“Había una vez un niño que tenía un deseo. Él quería alcanzar las estrellas”.
A pesar de los intentos de Camila transcurrió mucho tiempo, sin poder ver a su nuevo amigo.
¡Cómo lo extrañaba!, ¡Qué noches largas y aburridas!
Demos, Demos, todavía ¿somos amigos? –preguntaba al viento Camila-.
Dime amigo, ¿Tengo cien años de castigo?, ¿no me vas ayudar? –expresaba con emoción Camila-.
Para recordarlo enunciaba la frase:
Tengo un duende amigo, que vive cerca al higo, vamos a ser hermanos hasta los cien años. Luego se dibujaba junto a él y se ponía a llorar.
Hasta que una tarde de otoño, se enteró que sus padres debían asistir a una reunión que duraría muchas horas y se acostó muy temprano. Cuando se sintió segura, salió al jardín. Llamó con insistencia a su amigo. Pero, no le respondía su amigo y cansada Camila se puso a llorar desconsolada.
Cuando volvía a su habitación, de pronto escuchó risas. Abrió más sus ojos como un búho y vio que desde la ventana lo observaba Demóstenes, su amigo y ¡estaba libre!
-¡No puede ser! -exclamó Camila abriendo la boca-.Tú me dijiste que no podías alejarte del jardín.
-Sucede que acabó mi condena. Al conocerte, aprendí a valorar a mis semejantes, a los otros duendes. Al dejar de verte, sufrí mucho. Parecía un loco. Empecé a recordar y a buscar a mi familia y amigos. Les prometí cambiar y lo hice. En ese momento, el castigo desapareció.
-¡Ahora soy libre y me acepto gris como soy! Volví para decirte gracias.
-Yo también te extrañé. Ahora deseo que te vaya bien. Cuídate mucho.
Ambos se despidieron y prometieron encontrarse cada vez que necesitaran compañía.
A partir de cada otoño, en el jardín se escuchaba a Camila entonar una canción:
Cuando abres el corazón
una luz te llena el alma
cuando hallas un amigo
tienes una gran razón
para amar y tener calma.